En julio de 2017, cuatro encapuchados de la organización ultraizquierdista Arran, vinculada a la Candidatura de Unidad Popular (CUP), asaltaron en Barcelona un autobús turístico repleto de pasajeros, pincharon una de las ruedas con lo que parecían navajas y en la luna delantera pintarrajearon: «El turisme mata els barris«. La alcaldesa Colau trató de echar tierra sobre el suceso, pero luego de que los autores lo hicieran público en Twitter, no tuvo más remedio que lamentar que la protesta contra el turismo (¡legítima, faltaría más!) hubiera ido acompañada de un acción intimidatoria.
Un año después, Arran volvió a inaugurar la temporada veraniega lanzando dos botes de humo contra el piso superior de uno de los vehículos de la misma línea, en lo que ya corría el riesgo de perpetuarse como otra tradición barcelonesa, una suerte de versión prototerrorista del tren de la bruja. Al punto, el comisario de guardia, Pisarello, hizo gala de su conocida omnicomprensión de la violencia de izquierdas, y puntualizó que, antes que un acto vandálico, se trataba de una «iniciativa simbólica». Este fue el tuit que publicó, plenamente identificable por su sintaxis, y al que, antes que tuit, habría que llamar comunicado: «Ha sido una iniciativa simbólica que no ha provocado incidentes, una de las tantas que se producen en Barcelona, estamos teniendo un debate sobre el futuro del turismo, debe ser una actividad sostenible».
En verdad, hacía al menos una década que ese debate se había abierto en Barcelona, que había reemplazado al País Vasco como destino predilecto en Europa del turismo borroka. En el macrourinario en que se convertía el barrio de Gracia a partir de julio, no era infrecuente que los enfrentamientos entre el rojerío pluriestatal y la guardia urbana se prolongaran hasta bien entrada la madrugada, con quema de contenedores incluida y un sinfín de atracciones para todos los gustos, entre las que se contaban los destrozos en viviendas de uso turístico, las amenazas a los propietarios y el hostigamiento a los turistas.
De que fuera una actividad sostenible se ocupaban los servicios de limpieza municipales, sísifos a cuenta del erario que en torno a las 10 de la mañana ya habían devuelto una cierta apariencia de civilización al infecto sumidero anticapitalista de la noche anterior.
Hoy sabemos que la propaganda o (cupaire) fue cualquier cosa menos simbólica, pues ha acabado incrustada en partidos como el PSOE, que trata de desviar la atención sobre su catastrófica Ley de Vivienda achacando la falta de oferta asequible a los pisos turísticos. ¿Que hay que velar por el cumplimiento de la ley? Por supuesto. Es innegable que en áreas de elevada concentración se produce un efecto en el precio del alquiler residencial, y los ayuntamientos deben esmerarse en aplicar medidas que corrijan esa eventualidad, pero practicando la cirugía fina, no la demagogia a granel. Y, sobre todo, atendiendo a la evidencia.
«En Barcelona los pisos turísticos registrados y activos son el 0,93% del parque de vivienda y los turistas que recurren a ellos no llega al 10%»
Véase el caso de Nueva York, donde al cabo de nueve meses de la prohibición de facto del turismo residencial, la oferta de vivienda es todavía menor, los precios de los alquileres siguen disparados y lo que antes era un mercado regulado, ahora es un mercado negro. O el caso de Barcelona, donde, según recogen las ponencias que se presentaron en el marco de una comisión sobre la materia en el Parlamento de Cataluña, el porcentaje de pisos turísticos registrados y activos supone el 0,93% del parque de vivienda, y el porcentaje de turistas que recurren a esta modalidad no llega al 10%.
No son cifras que casen con ese alud de imágenes truculentas en las que los turistas aparecen caracterizados como un enjambre de indeseables, y los propietarios de pisos turísticos, como un hatajo de desaprensivos. ¿Cómo reaccionaríamos si los medios de comunicación de referencia hablaran de los inmigrantes irregulares como de una plaga bíblica a la que hay que combatir? ¿Y ante una patrulla vecinal que increpara en las calles a esos mismos recién llegados, haciéndoles saber a voz en grito que no son bienvenidos?
Porque eso mismo ocurrió el sábado en una terraza barcelonesa, en la que varias familias de turistas se vieron rodeadas de energúmenos que vociferaban a quemarropa, poco más o menos, «forasteros al pilón». ¿Acaso los delitos de odio incorporan eximentes en función de quienes lo sufren? ¿O la eximente estriba, como sospecho, en portar banderas palestinas? Esa xenofobia de alta cuna, con certificado ministerial.